Recuerdo cuando llegué, estaba junto a mis hermanos y, de pronto, una mujer y un hombre me cogieron y me pusieron en un carro de la compra. Después me pusieron en un maletero. Yo estaba asustadísimo porque no sabía qué pasaría conmigo y pensando me quedé en la oscuridad de ese sitio tan oscuro y acalorado. De pronto, noté cómo bajaban del coche aquellos señores y vi cómo la luz se hacía más intensa cada vez que abrían más la puerta y entraba más calor de aquella tarde de verano. Me cogieron con mucho cuidado y me llevaron dentro. Ya dentro me dejaron apoyado contra una pared, era una casa muy elegante y bonita. De pronto, escuché que unos niños se acercaban y delante de mí, con las manos embadurnadas en pintura, empezaron a toquetearme y la mujer les empezó a chillar, cosa que no entendí porque me pareció divertido y me gustó cómo se veía la sonrisa en esas caras. Después empecé a oír una especie de conversación-peleada por decidir dónde me colocaban y, como no consiguieron decidirse, me pusieron en el salón. Pero al cabo de unos días vino como una especie de mujer mayor con gafas y moño, con aires de superioridad, que cuando me vio me cogió y decidió que yo no serviría para nada y los pequeños intentaban convencerla de que sí, pero ella no cedió y me dejó en un trastero en el que hace apenas tres horas he estado. Allí había muchos trastos viejos y desgastados que no servían para nada... Ahora me encuentro en un sitio que huele mal, estoy hecho pedacitos, pues no me dejaron con la delicadeza que me cogieron y espero todavía volver a ver la sonrisa de un niño con las manos embadurnadas de pintura.
SONIA AYAS, 3ºE
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