Al principio todo era mágico. Ella se sentía feliz de estar con el hombre que creía que era el de su vida. Nuria, que así se llamaba, amaba a Eric con todas sus fuerzas. Era una mujer de veinte años, rubia, con ojos pardos, simpática, con un corazón enorme; sus amigas le decían que, de buena, era tonta. Siempre lo daba todo por la gente que quería, pensaba más en los demás que en ella misma. Creía que al final recibiría lo mismo.
Un día, ella fue a trabajar y conoció a un chico. Era aparentemente atento, cariñoso, guapo, inteligente, divertido: era el chico perfecto. Empezaron a quedar por las tardes y se fueron enamorando. Pero, al cabo de ocho meses, las cosas cambiaron. Nadie creyó las palabras de la chica al contar lo que ocurría. Una historia de lo más espeluznante, una historia que nadie querría experimentar.
Se cansó de llorar y condenó su corazón a una celda, para protegerlo del dolor, para alejarse del peligro.
Al principio, estaban muy ilusionados con su relación, lo daban todo el uno por el otro, pero un día eso cambió. Él empezó a emborracharse de madrugada en madrugada. Le decía que salía con amigos, la mentía y ella lo sabía.
Llegaron los golpes, las palizas, los insultos, no la dejaba salir. Decía que era por su bien, por protegerla, pero en realidad ya no la quería, ya no quería ni sus besos, ni sus abrazos, ni simplemente su amor.
Una de esas noches de borrachera, volvió a casa. Influenciado por las copas que se había tomado en un bar, empezó a pagarlo con ella: le echaba las culpas de que él estuviera así, decía que ella le había hundido la vida, y la chica se sumía en un inmenso dolor. No le dolían los golpes, le dolía mucho más dentro, en el fondo de su corazón. Ella lloraba y él le propinó un golpe con el cenicero de cristal en la cabeza, que la hizo desmayarse. Él se asustó y se dio cuenta de lo que había hecho.
La había matado y, al no poder soportar el dolor que se provocaba a sí mismo, se suicidó.
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