Estaba sentada junto a la ventana, apenas eran las ocho de la tarde pero los faroles ya estaban encendidos y la niebla opaca no dejaba ver nada del parque que había bajo mi casa. Tan solo el chirriar de los columpios se escuchaba en las calles, y eso me hacía estremecer, estremecer una y otra vez...
Llovía, llovía esa mañana como jamás había visto llover, la fuerza que tenían las gotas al chocar contra los cristales era tal que parecía que se fueran a resquebrajar de un momento a otro, y ¡qué fuerza!, Dios mío ¡qué fuerza!, tanta como la que yo tenía entonces.
Pero nada me podía parar, salí corriendo de casa y con los pies empapados y el bajo de los pantalones negro, llegué hasta el taller de mi padre. Allí estaba él, bajo ese coche, encima de la tabla con ruedas que habíamos hecho y decorado los dos, llena de aviones que viajaban rumbo a todos lados, a todos esos lados donde él y yo soñábamos con ir juntos. Apenas escuchó mis pasos cuando se dejó asomar, y esbozando una sonrisa me invitó a acercarme. Cogí mi tabla, perfecta y hermosa como la de mi padre, y me dejé deslizar hasta entrar a su lado, cómo adoraba eso, estar junto a él, manchándome las manos y la cara de grasa, mientras imaginábamos nuestros viajes por el mundo...
Llegaba la hora de ir a casa, mi padre me cogió en brazos y me tapó con su gabardina como si fuera un tesoro de esos que veríamos en Egipto cuando mamá se mejorafa, siempre dijo que yo era su tesoro, su mejor tesoro...
Por fin en casa, mi madre nos esperaba en la cama, sonriendo al verme tan impaciente por contarle a cuántos sitios habíamos viajado hoy. Emocionada, subía a la cama con ella y me tumbaba inquieta esperando la llegada de mi padre, que se tumbaría al otro lado, ambos le contábamos la de cosas que habíamos visto y la invitábamos a venir a viajar... le encantaba ir a Venecia y montar en góndola los tres, subir al Kilimanjaro y gritar lo mucho que nos quería a papá y a mí y ver la aurora boreal en Alaska con nuestro trineo de perros al lado dándonos calor.
Por desgracia, pasado un tiempo, mamá empezó a empeorar, hasta que un día ella se marchó de viaje, para no volver. Sin duda su ausencia se notaba en casa y mi padre me miraba siempre con los ojos iluminados y húmedos cuando hablaba de ella, ahora solo estábamos él y yo, pero no entendía el porqué de su pena, cada día volvíamos a tumbarnos en la cama los dos y la veíamos, feliz, nos decía que nos esperaba, que no tuviéramos prisa, tendríamos toda la eternidad para estar junto a ella.
Como cada tarde, mi padre me bajaba al parque, lloviera o nevara, y me empujaba en el columpio donde yo soñaba con tocar las estrellas. Las cadenas del columpio sonaban como cientos de grillos cantando a la vez, y entonces ambos mirábamos hacia la ventana de casa, donde mamá siempre estaba asomada, con su bata de color verde, verde esperanza, su color favorito y nos sonreía cada vez que subía más y más alto. Cómo amaba su sonrisa, era tan cálida, tan intensa... pero ella ya no estaba.
Ahora son mis manos las que están arrugadas y con manchas, junto a un corazón ya marchito por el paso del tiempo, soy yo la que mira por la ventana el parque que está bajo mi casa y apenas visible por la niebla, con una bata verde, verde esperanza...
Y son mis lágrimas las que chocan con una fuerza descomunal contra los cristales de la ventana, que en cualquier momento puede resquebrajarse.
Y en las calles sólo se escucha el chirriar del columpio, vacío, y empujado por el aire, y ese sonido me hace estremecer, estremecer una y otra vez...
ZAIDA JIMÉNEZ CHAMIZO, 2º BACH. C
(Segundo Premio de Narrativa Certamen Literario "IES Barrio de Loranca", Bachillerato)